Capítulo Dieciséis 64 страница
—Así es como me siento —dijo sin darse cuenta.
Cuando volvió a mirarle, Jack estaba junto a ella, sujetándola por el brazo suavemente aunque con firmeza.
—Lo sé —respondió.
Aliena miró la caída. La idea de precipitarse desde aquella altura le hizo sentirse enferma de miedo. Se dejó conducir a través del pasadizo del triforio. Bajaron las escaleras del torreón y llegaron a tierra firme. Aliena se notaba desfallecida.
—Me encontraba leyendo en el claustro, y al levantar los ojos, te vi en el triforio —dijo Jack volviéndose hacia ella y hablando en tono natural.
Aliena contempló aquel rostro juvenil, con expresión tan honda de preocupación y ternura. Y recordó el motivo que la indujo a apartarse de todo el mundo y a buscar allí la soledad. Ansiaba besarle, y vio el mismo anhelo en la mirada de él. Todas las fibras de su ser la impulsaban hacia sus brazos. Pero ella sabía lo que tenía que hacer.
—Creo que voy a casarme con Alfred —dijo en lugar de gritarle: Te amo como un torbellino, como un león, como una furia irreprimible.
Jack la miró. Estaba anonadado. Su expresión era triste, con una tristeza remota y discerniente que no respondía a sus años. A Aliena le pareció que iba a romper a llorar. Pero no lo hizo. Leyó furia en sus ojos. Abrió la boca para decir algo, cambió de idea, vaciló y finalmente habló.
—Más te hubiera valido saltar del triforio —murmuró con un tono de voz tan glacial como el viento del norte.
Dio media vuelta y entró de nuevo en el monasterio.
Lo he perdido para siempre, se dijo Aliena. Y sintió como si el corazón se le fuera a romper.
En la festividad del primero de agosto, se vio a Jack salir furtivamente del monasterio. No era, en sí, una falta grave, pero ya antes le habían pescado varias veces y el hecho de que en aquella ocasión lo hubiera hecho para hablar con una mujer soltera empeoraba todo el asunto. Al día siguiente, se examinó su trasgresión durante el capítulo y se le ordenó que se mantuviera estrictamente recluido. Eso significaba que, en ningún momento, había de abandonar los edificios monásticos, el claustro y la cripta y que cada vez que fuera de uno a otro edificio había de hacerlo acompañado.
Jack apenas se daba cuenta. Se sentía tan desolado por el anuncio de Aliena, que ninguna otra cosa era capaz de conmoverle. Si se le hubiera condenado a ser azotado, en lugar de tan sólo a verse confinado, pensaba que hubiera sentido la misma pasividad. Desde luego no había ni que hablar de que siguiera trabajando en la catedral, pero gran parte del placer se había esfumado desde que Alfred se hizo cargo. Por aquel tiempo, pasaba las tardes libres leyendo. Había avanzado muchísimo en latín y ya era capaz de leer todo aunque despacio. Y, como se daba por descontado que leía para perfeccionar su dominio del latín y no por ningún otro motivo, se le permitía utilizar cualquier libro que llamara su atención. Si bien la biblioteca era reducida, había varias obras de filosofía y matemáticas, y Jack se había lanzado con entusiasmo sobre ellas.
Encontró decepcionante mucho de lo que leía. Había páginas de genealogías, relatos repetidos hasta la saciedad de milagros realizados por muertos hacía ya un tiempo inmemorial, e interminables especulaciones teológicas. El primer libro que de verdad le atrajo narraba toda la historia del mundo desde la Creación hasta la fundación del priorato de Kingsbridge. Cuando lo terminó tuvo la impresión de que sabía todo cuanto había ocurrido. Al cabo de un tiempo comprendió que la pretensión del libro de narrar todos los acontecimientos no era plausible, ya que, en definitiva, ocurrían cosas en todas partes y durante todo el tiempo, no sólo en Kingsbridge y en Inglaterra, sino también en Normandía, Anjou, París, Roma, Etiopía y Jerusalén, de manera que el autor debía de haber dejado mucho fuera. Pese a todo, el libro despertó en Jack un sentimiento que jamás tuvo antes, el de que el pasado era como una historia en la que una cosa conducía a otra y de que el mundo no era un misterio ilimitado sino algo finito que podía llegar a abarcarse.
Aún más intrigante le resultaban los enigmas. Un filósofo preguntaba cómo un hombre débil era capaz de mover una piedra pesada con una palanca. Era algo que a Jack jamás hasta entonces le había parecido extraño. Pero, ahora ya, ese interrogante le atormentaba. En una ocasión había pasado varias semanas en la cantera y recordaba que cuando no podían mover una piedra con una palanca de hierro de un pie de largo, la solución consistía, por lo general, en utilizar otra de dos pies. ¿Por qué un mismo hombre no era capaz de mover una piedra con una palanca corta y sin embargo podía hacerlo con otra larga? Los constructores de catedrales utilizaban una inmensa rueda giratoria para subir maderas y piedras grandes hasta el tejado. El peso sujeto al extremo de la cuerda era demasiado pesado para que un hombre lo levantara manualmente; pero el mismo hombre podía hacer girar la rueda que enrollaba la cuerda y de esa manera el peso subiría. ¿Cómo era posible?
Esas elucubraciones tenían ocupada su mente por un tiempo; pero el pensamiento volvía una y otra vez a Aliena. Solía permanecer en pie en el claustro con un gran libro sobre un facistol y recordar aquella mañana en el viejo molino, en que la besó. Tenía presente cada instante de aquel beso, desde el primer roce suave de labios hasta la excitante sensación de la lengua de ella en su boca. Su cuerpo se ceñía al de la mujer, de los muslos a los hombros, hasta el punto de poder sentir las curvas de sus senos y sus caderas. La remembranza era tan intensa que le parecía experimentarlo todo de nuevo.
¿Qué había hecho cambiar a Aliena? Por su parte seguía creyendo que el beso había sido real y falsa su ulterior frialdad. En lo más íntimo de su ser sabía que la conocía. Era cariñosa, sensual, romántica, imaginativa y apasionada. También era irreflexiva y dominante, y había aprendido a mostrarse dura. Pero no era fría, cruel o insensible.
No era propio de ella casarse con un hombre sin amarle, tan sólo por su dinero. Sería desgraciada, lo lamentaría y enfermaría de desesperación. Él lo sabía y Aliena, en el fondo de su corazón, también debía saberlo.
Cierto día, cuando se encontraba en la sala escribanía, un sirviente del priorato, que barría el suelo, se detuvo un momento para descansar.
—Menuda fiesta va a haber en vuestra familia —dijo apoyándose en su escoba.
Jack, que se encontraba estudiando un mapa del mundo dibujado sobre una gran hoja de vitela, levantó la vista. Quien hablaba era un viejo avellanado, ya demasiado débil para trabajos pesados. Probablemente habría confundido a Jack con algún otro.
—¿Y por qué motivo, Joseph?
—¿No lo sabéis? Vuestro hermano se casa.
—Yo no tengo hermanos —repuso Jack de manera automática.
Pero sintió helársele el corazón.
—Vuestro hermanastro entonces —rectificó Joseph.
—No, no lo sabía. —Jack tenía que hacer la pregunta, apretó los dientes—. ¿Con quién se casa?
—Con esa Aliena.
De manera que estaba decidida a llevarlo a cabo. Jack había estado alentando la secreta esperanza de que Aliena cambiara de idea. Volvió la cara para que Joseph no pudiera ver la desesperación reflejada en ella.
—Bien, bien —murmuró, esforzándose por hablar con tono natural.
—Sí…, esa que solía ser tan levantada a las estrellas hasta que lo perdió todo en el incendio.
—¿Dijiste…? ¿Has dicho cuándo?
—Mañana. Se casarán en la nueva iglesia parroquial que ha construido Alfred.
¡Mañana!
Aliena iba a casarse con Alfred al día siguiente. Hasta entonces, Jack nunca había llegado a creer que ello pudiera ocurrir de veras. Ahora la realidad estallaba ante él como un trueno. Y el día siguiente sería el fin en la vida de Jack. Bajó la mirada al mapa que tenía ante sí sobre el facistol. ¿Qué importaba que el centro del mundo estuviera en Jerusalén o en Wallingford? ¿Sería más feliz si supiera cómo actuaban las palancas?
Había dicho a Aliena que más le valdría saltar desde el trifolio que casarse con Alfred. Lo que debería haber dicho era que él, Jack, podía ya lanzarse desde el triforio. El priorato le fastidiaba. Consideraba que ser monje era un estilo estúpido de vida. Si no podía trabajar en la catedral y Aliena se casaba con otro, la vida no le ofrecía aliciente alguno.
Lo que todavía empeoraba más las cosas, era el saber a ciencia cierta cuán desgraciada sería viviendo con Alfred. Y no era sólo porque él le aborreciera. Había algunas jóvenes que se sentirían más o menos satisfechas de estar casadas con su hermanastro. Edith, por ejemplo, la que lanzaba risitas cuando Jack le dijo lo mucho que le gustaba esculpir la piedra. Edith no hubiera esperado demasiado de Alfred y se hubiera sentido contenta de halagarle y obedecerle siempre que conservara su prosperidad y quisiera a sus hijos. Pero Aliena aborrecería cada instante que pasara con él. Odiaría la tosquedad física de aquel hombre, lo despreciaría por sus modales bravucones, le repugnaría su mezquindad y encontraría insoportable su lenta comprensión. El matrimonio con Alfred sería un infierno para ella.
¿Cómo era posible que no se diese cuenta? Jack se sentía confundido. ¿Qué le bullía a Aliena en la cabeza? Desde luego, cualquier cosa sería preferible a casarse con un hombre al que no amaba. Hacía siete años había causado sensación su negativa a casarse con William Hamleigh. Sin embargo, ahora aceptaba con pasividad la proposición de alguien igual de inadecuado. ¿En qué estaba pensando?
Jack tenía que saberlo.
Necesitaba hablar con ella, y al infierno con el monasterio. Enrolló el mapa, lo guardó en la biblioteca y se dirigió a la puerta. Joseph seguía descansando sobre su escoba.
—¿Os vais ya? —preguntó a Jack—. Creí que teníais que seguir aquí hasta que llegara el admonitor a buscaros.
—El admonitor puede irse a la mierda —respondió Jack al tiempo que salía.
Nada más llegar al paseo oriental del claustro, avistó al prior Philip que se dirigía desde el enclave de la construcción al norte. Jack dio rápidamente media vuelta, pero Philip le llamó.
—¿Qué estás haciendo aquí, Jack? Deberías permanecer en confinamiento.
A Jack se le había agotado la paciencia en cuanto a disciplina monacal. Haciendo caso omiso de Philip, tomó la dirección opuesta y se dirigió hacia el pasaje que conducía desde el paseo sur hasta las pequeñas casas alrededor del muelle nuevo. Pero no le acompañaba la suerte. En ese mismo momento, salió del pasaje el hermano admonitor, acompañado de sus dos ayudantes. Al ver a Jack se pararon en seco. En la cara de luna de Pierre se reflejó una expresión de indignación asombrada.
—¡Detenga a ese novicio, hermano admonitor! —le gritó Philip.
Pierre alargó un brazo para detener a Jack. Este le empujó para apartarlo de su camino. El admonitor enrojeció, al tiempo que agarraba a Jack por el brazo. Este se sacudió la mano de Pierre y le dio un puñetazo en la nariz. El admonitor gritó, más por la afrenta que por el dolor. Y de inmediato los dos ayudantes se abalanzaron sobre Jack, el cual empezó a forcejear como un demente y a punto estuvo de soltarse. Mas, para entonces, Pierre se había recuperado del puñetazo en la nariz y unió sus fuerzas, de tal manera que entre los tres lograron reducir a Jack derribándole y manteniéndolo en el suelo. Siguió porfiando, furioso de que aquella estupidez monacal le impidiera hacer algo tan importante como hablar con Aliena.
—¡Dejadme ir, estúpidos idiotas! —repetía sin cesar.
Los dos ayudantes se sentaron sobre él. Pierre seguía en pie limpiándose la sangre de la nariz con la manga de su hábito. De repente Philip apareció junto a él. Pese a su propia furia, Jack pudo darse cuenta de que Philip también estaba iracundo, como nunca lo había visto.
—No estoy dispuesto a tolerar de nadie este comportamiento —dijo con tono de voz acerado—. Eres un monje novicio y habrás de obedecerme. —Se volvió hacia Pierre—. Confínalo en la sala de obediencia.
—¡No! —gritó Jack—. ¡No podéis!
—Puedes estar seguro de que puedo —afirmó Philip colérico.
La sala de obediencia era una celda pequeña, sin ventanas, situada en la cripta, debajo del dormitorio, en el lado sur, junto a las letrinas. Se solía utilizar para encerrar a quienes quebrantaban la ley, mientras esperaban ser sometidos a juicio por el prior, o trasladados a la cárcel del sheriff en Shiring. Pero también era usada de forma ocasional como celda de castigo para aquellos monjes que cometían graves ofensas contra la disciplina, tales como actos deshonestos con las sirvientes del priorato.
No era el internamiento solitario lo que aterraba a Jack, sino el hecho de que no podía salir para ver a Aliena.
—¡Vos no lo entendéis! —gritaba a Philip—: ¡Tengo que hablar con Aliena!
Era lo peor que podía haber dicho. Aquello irritó aún más a Philip.
—¡Por hablar con ella fuiste castigado en un principio! —contestó furioso.
—¡Pero tengo que hacerlo!
—Lo único que tienes que hacer es aprender a tener temor de Dios y a obedecer a tus superiores.
—¡Vos no sois mi superior, estúpido asno! Vos no sois nada para mí. ¡Dejadme ir, malditos!
—Lleváoslo —ordenó Philip inflexible.
Para entonces se había formado un pequeño grupo y varios monjes levantaron en vilo a Jack por las piernas y los brazos. Se retorcía como un pez en el anzuelo, pero eran demasiados. No podía creer que aquello le estuviera ocurriendo. Le condujeron pataleando y forcejeando a lo largo del pasaje hasta la puerta de la sala de obediencia. Alguien la abrió.
—¡Encerradlo! —se oyó decir al hermano Pierre con tono vengativo.
Lo balancearon y luego lo lanzaron por el aire. Cayó hecho un ovillo sobre el suelo de piedra. Se puso en pie todavía entumecido por los golpes y se precipitó hacia la puerta, pero la cerraron con violencia en el preciso instante en que dio contra ella. Un momento después, dejaron caer desde fuera la pesada barra de hierro y la llave giró en la cerradura.
Jack golpeó la puerta con todas sus fuerzas.
—¡Dejadme salir! —vociferaba desesperado—. ¡Tengo que impedir que se case con él! ¡Dejadme salir!
Pero desde fuera no le llegaba ruido alguno. Siguió llamando y sus exigencias fueron convirtiéndose en súplicas. Fue bajando el tono de su voz hasta convertirse en un susurro. Al final, rompió a llorar de pura furia. Por último, sintió que ya no le quedaban lágrimas. Se volvió hacia la puerta. La celda no estaba completamente a oscuras al entrar algo de luz por debajo de la puerta, lo que le permitió ver vagamente a su alrededor. Fue recorriendo las paredes al tiempo que las palpaba. Por el trazo de las señales del formón en las piedras, supo que aquella celda había sido construida hacía mucho tiempo. La habitación parecía no tener característica particular alguna. Mediría unos seis pies cuadrados, con una columna en una esquina y un techo arqueado. Era evidente que, en un tiempo, formó parte de una habitación más grande y habían levantado la pared para aislarla y convertirla en prisión. En uno de los muros había una hendidura como para una de aquellas ventanas angostas y alargadas, pero estaba completamente cegado y, de cualquier manera, habría sido demasiado pequeña para que nadie hubiera podido deslizarse por ella. El suelo de piedra se hallaba húmedo. Jack se dio cuenta de que se oía el susurro constante de una corriente, y comprendió que el canal de agua que atravesaba el priorato desde el estanque hasta las letrinas debía pasar por debajo de la celda. Ello explicaría por qué el suelo era de piedra en lugar de tierra batida.
Estaba agotado. Se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra la pared y clavó la mirada en la rendija de luz que había debajo de la puerta, lo cual sólo servía para atormentarlo, al recordarle dónde querría estar. ¿Cómo pudo meterse en aquel berenjenal? Jamás creyó en el monasterio y tampoco pensó en dedicar su vida a Dios; de hecho, no creía realmente en Dios. Se había convertido en novicio como solución a un problema inmediato, como una manera de quedarse en Kingsbridge, cerca de todo cuanto amaba. Había pensado que siempre que quisiera podría irse. Pero en aquellos momentos en que quería hacerlo, que lo ansiaba más que nada en el mundo, se encontraba imposibilitado. Estaba prisionero. Tan pronto como salga de aquí, estrangularé al prior Philip, se dijo. Lo haré aún cuando luego me ahorquen.
Aquello le indujo a preguntarse cuándo lo sacarían de allí. Oyó la campana llamando para la cena. Era indudable que pensaban dejarle encerrado durante toda la noche. Tenía la seguridad de que estaban discutiendo su caso en aquel mismo momento. Los monjes peores propondrían que permaneciera encerrado toda una semana… podía oír a Pierre y a Remigius abogando por una disciplina severa. Otros, que sentían simpatía por él, es posible que alegaran que con una noche era castigo suficiente. ¿Qué diría Philip? Sentía afecto por Jack; pero, en esos momentos, estaría terriblemente enfadado, sobre todo después de que le hubiera dicho: ¡Vos no sois mi superior! ¡Vos no sois nada para mí, estúpido asno! Tal vez Philip se sintiera tentado de dejar que los inflexibles se salieran con la suya. Su única esperanza residía en que acaso quisieran expulsarlo inmediatamente del monasterio lo que, a juicio de ellos, sería un castigo más duro. De esa manera podría hablar con Aliena antes de la boda. Aunque Jack estaba seguro de que Philip sería contrario a aquella solución, pues consideraría la expulsión de Jack como una admisión de su derrota.
La luz que entraba por debajo de la puerta iba haciéndose cada vez más tenue. Ya debía estar oscureciendo. Jack se preguntó cómo se pensaba que los prisioneros hicieran sus necesidades. En la celda no había bacinilla. No sería propio de los monjes olvidar semejante detalle, ya que creían firmemente en la limpieza, incluso para los pecadores. Volvió a examinar el suelo pulgada a pulgada y, cerca de una esquina, encontró un pequeño agujero. Allí sonaba más fuerte el ruido del agua y supuso que daba al canal subterráneo. Esa tenía que ser su letrina.
Poco después de aquel descubrimiento, se abrió un pequeño postigo. Jack se puso en pie de un salto. En el reborde colocaron un cuenco y un trozo de pan. Jack no pudo ver el rostro del hombre que los puso allí.
—¿Quién está ahí? —preguntó.
—No me está permitido conversar contigo —dijo el hombre con tono monótono. Sin embargo Jack reconoció la voz. Era la de un viejo monje llamado Luke.
—¿Han dicho cuánto tiempo he de estar aquí, Luke? —inquirió Jack.
El monje repitió la misma cantinela:
—No me está permitido conversar contigo.
—¡Por favor, Luke! Si lo sabes dímelo —le suplicó Jack sin importarle lo patético que pudiera parecer.
—Fierre propuso una semana; pero Philip lo dejó en dos días —le susurró Luke.
El postigo se cerró de golpe.
—¡Dos días! —exclamó desesperado Jack—. ¡Para entonces ya estará casada!
No hubo respuesta.
Jack permaneció inmóvil, mirando a la nada. La luz que entraba por el postigo era deslumbrante en comparación con la práctica oscuridad del interior y, por unos momentos, nada pudo ver hasta que los ojos se acostumbraron a las sombras. Pero se le volvieron a llenar de lágrimas y de nuevo se sintió cegado.
Permaneció tumbado en el suelo. Ya no podía hacer nada. Estaría encerrado hasta el lunes, y ese día Aliena sería ya la mujer de Alfred. Se despertaría en el lecho de Alfred y tendría dentro de ella la semilla de Alfred. La idea le produjo náuseas.
La oscuridad fue pronto completa. Se acercó a tientas al reborde y bebió del cuenco. Era agua. Cogió un pedazo pequeño de pan y se lo llevó a la boca, pero no tenía hambre y apenas pudo tragarlo. Bebió el resto del agua y volvió a tumbarse. No durmió pero quedó sumido en una especie de sopor, como en trance. Revivió, como en una ensoñación o una visión, las tardes de domingo que pasó con Aliena durante el último verano, cuando le contó la historia del escudero que amaba a la princesa y salió en busca de la vid que daba joyas.
La campana de la media noche le sacó de su duermevela. Ahora ya estaba acostumbrado al horario monástico y solía estar completamente despierto a medianoche, aunque a menudo necesitaba dormir por las tardes, en especial cuando almorzaban carne. Los monjes estarían saliendo de la cama y formando en fila para la procesión desde el dormitorio a la iglesia. Se encontraban justo encima de Jack, pero le era imposible oír nada. Parecía haber transcurrido muy poco tiempo cuando la campana volvió a llamar para laudes, que se oficiaban una hora después de la medianoche. El tiempo pasaba rápido, demasiado rápido, ya que al día siguiente Aliena estaría casada.
De madrugada y pese a su infelicidad se quedó dormido. Se despertó sobresaltado. En la celda había alguien con él. Estaba aterrado.
El habitáculo estaba negro como boca de lobo. El ruido del agua parecía más fuerte.
—¿Quién es? —preguntó temblándole la voz.
—No tengas miedo… Soy yo.
—¿Madre? —El alivio casi le hizo perder el conocimiento—. ¿Cómo sabías que estaba aquí?
—El viejo Joseph vino a contarme lo ocurrido —contestó con un tono de voz normal.
—Más bajo. Si no te oirán los monjes.
—No, no lo harán. Aquí puedes cantar y gritar sin que te oigan arriba. Lo sé… porque lo he hecho.
En su mente se agolpaban tal número de preguntas que no sabía por dónde empezar.
—¿Cómo llegaste hasta este lugar? ¿Está la puerta abierta? —se dirigió hacia ella tanteando con los brazos extendidos—. Vaya…, estás completamente mojada.
—El canal del agua fluye exactamente por aquí debajo. En el suelo hay una losa suelta.
—¿Cómo lo sabías?
—Tu padre pasó diez meses en esta celda —dijo Ellen, y en su voz rebosaba la amargura acumulada durante años.
—¿Mi padre? ¿En esta celda? ¿Diez meses?
—Fue entonces cuando me enseñó todas esas historias.
—¿Pero por qué estaba aquí?
—Jamás pudimos saberlo —repuso ella con tono resentido—. Fue secuestrado o detenido, nunca logró averiguarlo, en Normandía y lo trajeron aquí. No hablaba inglés ni latín y no tenía la menor idea de dónde se encontraba. Trabajó en las cuadras alrededor de un año, así fue como lo conocí. —Su voz se hizo suave por la nostalgia—. Lo quise en el mismo momento en que puse los ojos en él. Era tan cariñoso y parecía tan asustado e infeliz… Sin embargo cantaba como un pájaro. Hacía meses que nadie había hablado con él. Se puso tan contento cuando le dije que sabía algunas palabras en francés que creo que sólo por eso me enamoré de él. —La ira endureció de nuevo su voz—. Al cabo de un tiempo lo metieron en esta celda. Fue entonces cuando descubrí cómo entrar aquí.
A Jack se le ocurrió que acaso había sido concebido precisamente allí, sobre el frío suelo de piedra. La idea le pareció embarazosa y se sintió contento de que estuviera demasiado oscuro para que su madre y él pudieran verse las caras.
—Pero mi padre debió de hacer algo para que le detuvieran de aquella manera —dijo.
—A él no se le ocurría qué podía ser. Y al final se inventaron un delito. Alguien le dio un cáliz incrustado con piedras preciosas y le dijo que se fuera. Lo detuvieron cuando hubo recorrido una o dos millas, acusándole de haber robado el cáliz. Y por eso lo ahorcaron.
Ellen estaba llorando.
—¿Quién hizo eso?
—El sheriff de Shiring, el prior de Kingsbridge… Poco importa quién.
—¿Y qué hay de la familia de mi padre? Debía de tener padres, hermanos y hermanas…
—Sí, en Francia tenía una gran familia.
—¿Por qué no se escapó y volvió allí?
—Lo intentó una vez pero volvieron a cogerlo y le trajeron de nuevo aquí. Entonces fue cuando le metieron en la celda. Claro que pudo intentarlo de nuevo, una vez que descubrimos cómo salir de aquí. Pero no sabía cómo volver a casa, no conocía una palabra de inglés y no tenía un penique. Sus posibilidades eran escasas. Ahora sabemos que, en definitiva, debiera haberlo hecho, pero por entonces jamás pensamos que lo iban a ahorcar.
Jack la rodeó con los brazos para consolarla. Estaba completamente empapada y temblando. Necesitaba salir de allí para secarse.
Y entonces comprendió sobresaltado que si ella podía salir, también podía hacerlo él. Por unos breves momentos casi se había olvidado de Aliena, mientras su madre le hablaba de su padre. Pero ahora se daba cuenta de que se iba a cumplir su deseo. Hablaría con Aliena antes de su boda.
—Dime cómo se sale —dijo de repente.
Ellen sorbeteó las lágrimas.
—Cógete de mi brazo y yo te guiaré.
Atravesaron la celda y Jack la sintió descender.
—Limítate a dejarte caer en el canal —le dijo—. Aspira profundamente y mete la cabeza debajo del agua. Luego, nada contra corriente. No sigas la corriente o acabarás en la letrina de los monjes. Cuando estés cerca del final te habrás quedado casi sin aliento. Pero conserva la calma, sigue nadando y lo lograrás.