CAPÍTULO 19 ENERO DE 1793

El club de caballeros está desierto esa tarde. El invierno vuelve por sus fueros, ha nevado durante toda la noche y el viento arrecia de tal modo que aconseja no salir de casa. A pesar de todo, los periódicos han llegado con la terrible noticia. «Rueda la cabeza de Luis XVI» puede leerse en la portada de La Gazeta, mientras que otros diarios como El Mercurio o El Censor muestran titulares algo más expresivos: «Los labios del ciudadano Luis Capeto besan la arena», apunta el primero, mientras que el segundo, bajo los retratos del rey de Francia y el de España mirándose el uno al otro, rotula: «Cuando las barbas de tu vecino veas pelar…».

Aquellas tres publicaciones esperan juiciosamente sobre la mesa de nogal de la biblioteca la llegada de algún socio del club, pero pasan las diez y las once, las doce y la una sin que nadie aparezca por allí. Es sólo hacia las tres de la tarde, cuando los camareros han optado ya por entretener su tedio con el recién inventado juego de los chinos, cuando la puerta se abre dando paso a dos caballeros.

—… No, amigo Tairena —comenta el marqués de Viasgra—, como le digo, me ha sido imposible avisarle antes. Las calles estaban impracticables esta mañana y mi cochero tuvo que regresar sin poder llegar ni a su casa, ni al palacio de Buenavista y mucho menos a donde vive el joven barón de Estelet, junto al Manzanares. Al final, opté por mandarles un par de palomas mensajeras, pero incluso a ellas les ha costado levantar el vuelo de tan heladas que estaban sus alas.

—No tanto como me quedé yo al enterarme de la noticia —replica el primero, que viste de luto riguroso—. Tuve que leer por tres veces el titular de La Gazeta para asegurarme de que no era chanza. ¿Hay más noticias? Tal vez otros periódicos traigan nuevos detalles.

—Según reza El Mercurio, sucedió cinco días atrás —dice Viasgra mientras apremia a uno de los criados para que traiga el decantador de coñac—. ¡Vamos, date prisa, a qué esperas, escancia! ¿No ves, insensato, en qué estado nos encontramos? —Ya con una más que generosa copa en la mano, se desploma en uno de los sofás ingleses con aire fúnebre—. ¿Y tú qué miras? —le impreca al sirviente—. Vete de una vez. Mandaré llamar si te necesito. Cuente, querido Tairena, qué más dicen los diarios.

—Uno de ellos trae un dato curioso. Recoge que, al parecer, Luis XVI, después de que le afeitaran la cabeza al pie del cadalso para evitar que el pelo entorpeciera la labor de la cuchilla, pidió, como último deseo, que le permitieran conservar puesta la raída casaca azul que llevaba ese día.

—¿Qué sentido tiene? —pregunta Viasgra, dando un nuevo sorbo a su copa—. Qué estrafalario capricho cuando uno ya tiene un pie en la tumba.

—Dios mío, ¿de veras hizo esa petición? —inquiere una voz.

Tairena y Viasgra se giran al oír al recién llegado.

—Ah, amigo Alba, me alegra ver que ha podido llegar hasta aquí a pesar de la ventisca. ¿Un coñac?

Sin responder, José pide que le dejen leer la publicación. En ella se narran todos los pormenores del luctuoso suceso. Cómo al reo, por ejemplo, lo habían llevado hasta el cadalso en un carretón abierto que tardó más de dos horas en recorrer el corto trayecto desde la cárcel hasta la plaza donde está instalada la gran cuchilla. Explicaba también que la Comuna de París había ordenado que todas las ventanas de la ciudad permanecieran cerradas durante el recorrido para evitar gritos contrarrevolucionarios, lo que se tradujo en un pesado silencio. Aun así, un anciano aristócrata se atrevió a vocear: «¡A mí todos los que quieran salvar al rey!». La reacción de la muchedumbre fue tal que tuvieron que acudir varios guardias para evitar que lo despedazaran allí mismo. A partir de aquel incidente, el griterío se convirtió en ensordecedor. «¡Muerte al tirano! ¡Fuera el perro Capeto! ¡Caiga tu sangre sobre nosotros…!». La Gazeta detallaba además cómo, al pie del cadalso y ante las burlas de todos, le escupieron, lo vejaron, incluso el verdugo (Sansón de nombre) rechazó la moneda que, según costumbre, suele entregar el reo a su ejecutor para que lleve a cabo el trabajo lo más rápida e indoloramente posible. «¡Queremos ver cómo lloras y suplicas, Luis Capeto! Cómo crujen tus huesos bajo la cuchilla».

—Todos son detalles espeluznantes —se horroriza Tairena—. ¿Por qué se interesa usted especialmente en el asunto de la casaca, amigo Alba?

También José viste de oscuro aquella mañana. Está más delgado que la última vez que coincidió con sus amigos. Su interlocutor repara en que el pañuelo de batista que con frecuencia se lleva a los labios para ahogar algún aislado acceso de tos también es negro. Suele haber sólo dos motivos para llevar un pañuelo de ese color. Uno es el luto, el otro, el deseo de disimular cualquier eventual mancha roja e indeseada. Entre ambas posibilidades Tairena elige la primera. Sí, sin duda. El duque de Alba, consumado jinete y gran deportista, ha sido siempre un hombre saludable. Elegante también. Qué hermoso homenaje el suyo, guardar luto en este momento hasta en el más mínimo de los detalles.

—Me interesa —explica Alba, respondiendo a la pregunta de su amigo— porque es una señal de grandeza por su parte.

—¿Por parte de quién? —pregunta el joven barón de Estelet que, sacudiendo los últimos vestigios de nieve de su capote, acaba de unirse al grupo.

—¿De quién va a ser, pollo? —se impacienta Viasgra, colocándole entre las manos y sin preguntar una copa de coñac de iguales dimensiones que la suyas—. Témplese las tripas con esto y no haga preguntas ociosas. Continúe, mi querido Alba.

—Todos sabemos cómo era Luis XVI —comienza diciendo José—. No supo atajar los excesos, tampoco la corrupción ni menos aún el hambre de su pueblo y se dejó arrollar por la Historia. Pero ha sabido, al menos, morir como un rey y no como una piltrafa.

—Vuelve usted al asunto de la casaca, por lo que veo. Según cuenta aquí El Mercurio, estaba raída y llena de inmundicias tras su penoso cautiverio. No me va a decir que llevarla para subir al cadalso fue una cuestión de elegancia.

—Diga más bien de dignidad. ¿Conocen la anécdota de ese otro rey al que también le cortaron la cabeza unos cuantos años antes en la muy civilizada Inglaterra? Carlos I hizo a su verdugo la misma petición. «Hace demasiado frío esta mañana y no quiero que mis súbditos piensen que si tiemblo, es de miedo», apuntó él. Apuesto que Luis XVI pensó otro tanto.

—Y qué más da que temblara o no —se impacienta Tairena—. El asunto es que fue tan débil, torpe y pusilánime que ya ven cómo ha acabado… Un pésimo precedente viendo a quién tenemos nosotros en el trono. Carlos y Luis, Luis y Carlos, dos blandos, dos atontolinados de idéntica especie. Bien hace El Censor al sugerir a nuestro querido monarca que ponga sus barbas a remojo. No hay nada tan contagioso como el terror y el odio.

—Habrá guerra, me temo —apunta Alba—. Al resto de las monarquías y en especial a dos, la austríaca por ser la patria de María Antonieta y la nuestra por los Borbones, no les quedará más remedio que vengar este crimen.

—Bah, si es por eso, no es menester acuitarse demasiado. Será un paseo militar —opinan tanto Viasgra como Tairena—. ¿Qué pueden unos descamisados contra nosotros o contra los austríacos? Mataron a su rey, según ellos, porque el país estaba en la ruina y no tenían ni para comer, no es así. ¿Cómo van a ganar una guerra contra dos grandes potencias?

—No desestimen ustedes el poder de la ilusión. Y menos aún el de la fiebre y el delirio revolucionario. Y luego, hay que tener en cuenta también nuestras propias flaquezas. ¿Podemos permitirnos una nueva guerra? ¿Cómo se manejará nuestro joven y todopoderoso secretario de Estado en una situación como ésta?

—Supongo que tendrá al menos el seso de seguir la misma política de Floridablanca y Aranda, sus antecesores, y reforzar el absolutismo para evitar que se propague aquí la fiebre que usted menciona.

—Así es, pero eso implica limitar aún más el poder de los nobles, es decir, de ustedes.

—Y de usted, querido Alba. ¿O es que piensa hacerse revolucionario?

—Los tiempos cambian y lo prudente es saber anticiparse a ellos. ¿Han oído ustedes hablar de Malaspina?

—No me da buena espina ese nombre —dice Viasgra, haciendo un pésimo chiste.

—No lo eche en el olvido, oirá hablar mucho de él.

—Pues yo he tenido ya esa suerte —interviene el barón de Estelet, encantado de poder colaborar con información fresca—. Es un marino. Hace lo menos tres años que partió con la intención de dar la vuelta al mundo.

—Es más que eso —apostilla Alba—. Es un científico, un ilustrado. Se ha impuesto la tarea de conocer de primera mano todas las posesiones españolas en ultramar desde Filipinas hasta los dos continentes americanos. Dice que quiere estudiar sus particularidades, sus carencias, también su enorme riqueza y elaborar después un informe que ayude a mejorar las relaciones entre las posesiones de ultramar y la metrópoli. Hace un par de meses que nos carteamos y me mantiene al tanto de sus progresos. Su idea, según me ha confiado, es, a su vuelta, presentar sus conclusiones al rey y proponerle ciertos cambios. Como conceder una suerte de autonomía a las colonias dentro de una confederación unida por lazos sobre todo comerciales, por ejemplo.

—¿Autonomía? ¿Confederación? Parece mentira que hable usted de tales dislates un día como hoy —se escandaliza Viasgra—, cuando acabamos de ver lo que pasa por hacer concesiones a la plebe. ¿No le parece suficiente tragedia que corra la sangre de los Borbones del otro lado de los Pirineos que quiere derramarla también de éste? Le recuerdo que allí empezaron aboliendo la nobleza y desde entonces no paran de rodar cabezas. Algunas incluso más aristocráticas que la suya, por cierto.

José se dispone a responder, pero un nuevo ataque de tos ahoga sus palabras.

—Tal vez hubiera sido más prudente no haber salido hoy de casa —dice—. El ambiente está helado. Tan petrificado como las ideas de algunos, me temo…

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